Chengde tiene templos tibetanos que rodean el parque de descanso y de caza de los emperadores de la dinastía Qing, allí vivió Cixi, la primero concubina y después madre del siguiente y cuasi último emperador (antes de Puyi habría aún dos más). Una mujer que siempre me interesó, mala, buena, loca, si bien las grandezas del Palacio de Verano y su gran barco de piedra se deben a esta mujer. Etapa convulsa de la historia de China, la pérdida de los puertos comerciales ante Europa, la firma de tratados humillantes que cedían el terreno a ingleses, alemanes y franceses. El levantamiento de los bóxers. Véase Tianjin, hoy ciudad industrial terrible que sin embargo aún conserva rincones que bien pueden recordar a London (exagero lo sé, pero es demasiado tiempo lejos de casa).
Las horas pasan y los días también, me encuentro en un estado de desidia laboral que veo difícil de superar. Ya no me queda nada en el convento, un mes y medio, madre mía. Seamos valientes, hay que salir del huevo y en eso estamos, creciendo y viviendo, la vida es corta, no es para andar preocupada por banalidades, dineros, tipos de cambio y demás. Lo importante lo tengo. Ahora queda cuidarlo y mantenerlo, qué fácil es cuando es fácil.
De pronto me ha asaltado un pensamiento: la convicción de que aquí en China los abuelos son más felices que en ningún otro lugar del mundo, son respetados, salen a la calle, se juntan en los parques, juegan, hablan, van con sus nietos de paseo, sonríen. Sobre todo eso, sonríen.
Darío y yo hemos decidido por ello volver en nuestra edad dorada a este gran país para jubilarnos (jubilación de no sé qué trabajo de momento, pero alguno llegará). Pues eso, para jubilarnos y mientras, volar cometas, cotillear con otros abuelos y andar pasito a pasito con pijama y pantuflas por la calle. Si con suerte podemos tener un carricoche chino entonces él conducirá y yo iré atrás sentada de espaldas a él mirando de frente a los coches. ¿Quedará alguna bici en Beijing dentro de cincuenta años?

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